Con sus lanchas artesanales color naranja, la banquina chica del puerto forma parte de los lugares característicos que regala Mar del Plata a los turistas que la visitan. Hace dos décadas atrás flotaban más de 80 embarcaciones. Ahora no llegan a 20.
El fenómeno que desvanece la postal también tiene que ver con el langostino. Muchos armadores han utilizado el permiso de pesca irrestricto de las lanchas artesanales, autorizados a pescar todas las especies, para reformular otro proyecto pesquero de un barco más grande e ingresar a la pesquería del marisco.
Como lo único que tiene valor es el permiso, como cáscaras de nuez vacías e inservibles, los cascos de madera de las embarcaciones se amontonan a un costado de la banquina, como testigos privilegiados de los cambios profundos que se viven en la pesca.
Las últimas en salir del tablero fueron la “Dr. Juan José Traversoni”, “Siempre Lilia”, “Rondine” y el “Dr Alberto Ciarlo”. “Mi Lucha” tuvo un destino más cruel. Se hundió hace un par de meses en el medio de la banquina por una falla humana.
Al inusitado valor que tiene su permiso irrestricto para que otros puedan entrar al langostino, aunque muchas no hayan pesado siquiera una tonelada en toda su historia, hay que sumarle otro factor importante: las nuevas generaciones de los pioneros de la pesca no se han contagiado de su espíritu emprendedor. La vida de pescador no es para cualquiera. Menos para los que tienen otras opciones menos sacrificadas y riesgosas.
A fines del siglo pasado se contaban más de 80 lanchas y barcos “de rada o ría descubiertas”, de menos de 13 metros de eslora, como dice el permiso de pesca nacional y la estratificación de flota que determina la Prefectura Naval Argentina.
Hoy quedan 15 flotando en la banquina y sobreviven como pueden. En estos días en que el buen tiempo mantiene previsibilidad zarpan de madrugada y regresan a primera hora de la tarde con la bodega completa de magrú, o caballa, como dice la etiqueta de las latas que llena la industria conservera.
El pescado es de buena calidad y lo encuentran a menos de dos horas de navegación desde el puerto, hacia el norte a pocas millas de la costa, donde despliegan la red de cerco para capturarla. Llegaron a un acuerdo con las conserveras que todavía se mantienen en pie y cobran a los 30 y 60 días.
Se gana buen dinero en estos días de abundancia y poco consumo de combustible para deducir de los gastos. Pero es un espejismo en medio del desierto. La flota se achica cada vez más y en sintonía su participación en el mapa de desembarques. El frecuente mal tiempo que asola estas cosas genera que sumen más días encerradas en la banquina chica que en alta mar.
“Siempre Sara Madre”, “Tte Cnel Romeo Aralde”, “La Pascuala”, “Nueva Angela Madre”, “La Julia”, “Don Nino”, “San Juan José”, “Siempre Graciosa”, “Cristo Rey”, “Nueva Augusta”, “Siempre Maria Madre”, “Due Fratelli”, “Siempre Libertad”, “Alba II” y “Príncipe Azul”, son las últimas de un grupo que tiño de colores vivos el espejo interior del puerto. Las que todavía le escapan a una muerte que parece inexorable.
Antes de esta primavera que les regala el magrú, han pescado cornalito, besugo, lenguado, pescadillas y hasta septiembre, Corvina desde el Rio Salado en la Bahía de Samborombon cada vez que no sopló viento fuerte y pudieron abandonar la orilla.
Luego del magrú la próxima especie en aproximarse a la costa y ponerse a tiro de sus redes es la anchoita. El año pasado pudieron pescar casi mil toneladas, menos del 20% del total descargado. Antes que las lanchas la pescan los barcos más grandes. Cuando les toca a ellos todos los saladeros ya tienen stock y el precio baja.
El Fondo Fiduciario de la pesca les ha arrojado un salvavidas al subsidiar la financiación de las conserveras y saladeros de modo de achicar los tiempos del pago del pescado a la flota. También ha financiado reparaciones y la incorporación de mejores medidas de seguridad.
La flota artesanal ha sido declarada en Emergencia Pesquera por falta de recursos disponibles pero eso no ayuda para que se acerquen a la costa o mejoren el precio de venta. Si hubiese una política seria para fomentar el consumo de pescado, podrían ser proveedores de materia prima de buena calidad.
Pero mientras la fiebre del langostino no baje y sus permisos irrestrictos sigan siendo un papel apetecible, las lanchas seguirán saliendo del agua para convertirse en piezas de un museo al aire libre que a nadie le importa. A metros de una banquina que se diluye como el sol detrás del edificio de Coomarpes.