Para demostrar que no aprendimos nada con el naufragio del Repunte, del cual este domingo se cumple un año, el sábado nos desayunamos con la desaparición del “Rigel”.
No hacen falta más barcos en el fondo del mar para comprobar que en el puerto estamos rodeados de miserables que solo atienden su juego, que no es el que dicen representar, cuidar ni velar.
Porque si alguien estuviese dispuesto a cambiar la realidad de lo que ocurre en el mar, no sumaríamos 95 muertos en 43 buques naufragados en los últimos 17 años y medio. Solo basta con repasar los escalofriantes números para concluir que a nadie le importa.
El hundimiento, en la madrugada de este 9 de junio, a 220 kilómetros al sudoeste de Rawson, expone con la crudeza y brutalidad propia de las tragedias, el desprecio al valor de la vida de los trabajadores marítimos.
Que el barco botado en 1973 en las gradas de Astillero Vanoli había cumplido su vida útil es tan cierto como que hay barcos más antiguos que el “Rigel” entre la flota que operan con absoluta normalidad.
Acá confluyen varios factores adicionales a la antigüedad del buque. Que el “Rigel” haya sido el único pesquero en su tipo (costero) navegando en esa zona durante un temporal grado 5 que generaba ráfagas de hasta 110 kilómetros por hora y despertaba olas de hasta 15 metros, es un dato insoslayable que reconoció la propia Prefectura.
A diferencia del “Repunte”, donde Luis Caputo asomó como modelo de armador inescrupuloso y desarmado con sobrados motivos, “Toty” Taliercio, además de capitán del “Rigel” era socio de “Pesca Nueva”, la empresa dueña del buque.
Solo él sabe por qué desoyó las recomendaciones de otros oficiales que estaban en la zona antes que entrara en emergencia. “Vení Toti, volvé que se pone cada vez peor”, le dijeron. “Venimos machinando mucho papá, pero ahora calmó”, fue el último mensaje de un marinero. Después la noche se cubrió de tragedia.
Negligencia, exceso de confianza, compromisos y obligaciones por cumplir, necesidades de descontar los días de pesca perdidos… Hay un abanico de opciones que aunque no tengan respuestas, ninguna justifica poner en riesgo la vida de toda la tripulación.
Vidas truncas que todos ponderan cuando los hechos se consuman. Cuando nos quiebra el dolor y emocionan hasta las lágrimas el relato quebrado de Guillermina Godoy, la mamá canosa del marinero Nahuel Navarrete y abuela de sus 6 nietos huérfanos. O el llanto reprimido de Juan Carlos Rodríguez, el padre del marinero Daniel Rodríguez, que se embarcaba por primera vez en el “Rigel”.
Rodrigo Sanita, Néstor Rodriguez, Pedro Mierez, Rodrigo Blanco, Jonatan Amadeo, Cristian Osorio se suman a otra lista, otras caras, otros nombres, otras historias, otras familias, otros problemas, otras necesidades, otros sueños que quedaron sumergidos porque otra vez el valor de la vida queda en segundo plano.
Y después asoman los que nada han hecho para cambiar la realidad como paladines del cambio. Decretan un paro que se combina con el luto mientras exigen al Ministerio de Seguridad que obligue a los pesqueros a contar con trajes de supervivencia mientras no sabemos por qué no se abrió la balsa del “Rigel” aunque se crea que estaba atada para que no se vuele.
El Ministerio presiona a Prefectura para que emita la Disposición y el plazo para colocar los trajes es de 10 días. Ni siquiera hay en el país la cantidad de trajes necesarios pero no importa. A nadie le importa. Ya está, eso es lo que fue a conseguir Pablo Trueba para demostrar una preocupación por la seguridad en alta mar que le brota después de cada naufragio. Ahora es problema de Prefectura hacer cumplir la Disposición.
Como ocurre con los matafuegos o los salvavidas, los trajes serán el nuevo objeto de intercambio de barco a barco antes de cada inspección de rutina. Y otro día vemos el tiempo que demora un tripulante para ponérselo en medio de un temporal dentro de una licuadora. Eso es el rancho de un pesquero en una tormenta.
Y qué chances de sobrevida tienen con aviones de Prefectura que llegan tres horas después que se activa la radiobaliza. Qué servicio de emergencia demora tanto en llegar. Demasiadas vidas perdidas para no pensar en actualizar protocolos y manuales de búsqueda y rescate.
Los capitanes son la máxima autoridad a bordo y responsables de todas las decisiones que toman. Pero ahora al criterio del capitán se le puede sumar la tecnología. Con tormentas que se anticipan por satélite, la Prefectura podría ordenar el ingreso a puerto de los barcos menores de 30 metros ante riesgos tangibles.
“No se puede porque habría que reformar la Ley de la Marina Mercante”, contestan los oficiales. No lo hagan por los 95 tripulantes que murieron en el mar en los últimos 18 años. Hagan algo para que no haya uno sola muerte más.
Pero los gremios se conforman con poco. Si pusieran esa enjundia con la que exigen el traje para defender a los tripulantes que denuncian falencias estructurales o de equipamiento en los barcos, las cosas, tal vez, serían diferentes. Pero el que denuncia se baja y se queda en el muelle y sube otro con necesidades tan o más urgentes. Pero más omnipotente.
Los armadores lo único que quieren es salir a pescar no importa cómo, incluso con barcos emparchados y encomendados a San Salvador, el patrono de los pescadores. Y esa voracidad se acopla con todo un sistema dispuesto a facilitarle las cosas.
“Fue un accidente” dice el secretario General del Centro de Patrones con la bodega del corporativismo llena. Si no hay autocrítica, si no miramos que entre lo que falta también es capacitación de los trabajadores –en Prefectura señalan que no saben ponerse un chaleco-, completamos el combo para que las tragedias se repitan.
Esa es la única certeza en esta Mar del Plata desangelada: Que los naufragios volverán a ocurrir más tarde o más temprano mientras haya miserables que promuevan cambios para que nada cambie, políticos acomodaticios, empresarios voraces y Prefectos ajustados a las normas y a las necesidades de cada uno para que la rueda no se detenga.
Afuera de ese círculo vicioso quedan los nombres, los rostros, la memoria de los muertos, de los desaparecidos y la de todos sus deudos a los que el mar les sacó hijos, padres, hermanos, tíos. Lo más preciado que tenían. Y que marchan como muestra de rebeldía ante la indiferencia, ante el intento de olvido.
Ahí están, solos, marginados, los del “Repunte” y ahora serán los del “Rigel”. La tragedia les quitó el color de la vida. Apenas sobreviven… pero lo hacen con una dignidad que no todos pueden exhibir en las calles del puerto.